Escritos Sobre Arte Mexicano
Jean Charlot

Editado por Peter Morse y John Charlot

© 1991--2000
Peter Morse y John Charlot

Notas Bibliográficas
Índice


 

El San Cristóbal de Santiago Tlatelolco, Palimsesto Plástico

Al abrirse de nuevo la iglesia de Santiago Tlatelolco al culto, en 1944, después de un lapso de sesenta años, sus pinturas murales fueron redescubiertas por el gran público, aunque no habían sido olvidadas por la Dirección de Monumentos Coloniales, que había declarado al templo monumento nacional desde 1931. Son los murales de estilos distintos, desde un primitivo tosco hasta una variante muy provinciana del rococó. La pintura que se destaca entre todas, si no por su belleza, por lo menos por su gran tamaño y su fuerza estilística, es la de un San Cristóbal, pintada directamente sobre la pared, arriba de la puerta lateral del templo.

El mismo asunto, ocupando lugar semejante, se advierte en muchas iglesias europeas de la Edad Media. Una tradición piadosa aseguraba que nadie moriría de muerte súbita si durante ese día había contemplado al Santo: Christophori faciem die quacumque tueris, illa nempe die non morte mala morieris. En consonancia con esa creencia, el tamaño de la imagen y el lugar escogido eran tales que cualquiera, al salir de misa, recibía los beneficios apetecidos, aun sin buscarlos.

La tradición se implantó en México desde fecha muy temprana. Como ejemplo citaremos al San Cristóbal del siglo XVI pintado en la escalera del convento dominicano de Yanhuitlán, el cual, según don Manuel Toussaint, todavía ostenta huellas de estilo bizantino. En la ciudad de México, Couto menciona un San Cristóbal colosal pintado en 1601 por Baltasar de Echave encima de la puerta grande de San Francisco y otro de José Juárez en la puerta lateral de San Agustín.

Como tantas otras costumbres implantadas por los conquistadores, el culto de San Cristóbal adquiere matices distintos en el Nuevo Mundo. El más importante es el paralelo que se establece entre la vida del santo y el de su tocayo, el descubridor de las Américas. El Cristóbal de la antigüedad atraviesa una corriente llevando a hombros al Niño Jesús, cuyo peso sobrepasa la fuerza del gigante: Colón, el nuevo Cristóbal, atraviesa el océano cargando sobre las espaldas el edificio gigantesco de la Iglesia Católica y también agotándose en el esfuerzo.

Otro punto de mucho significativo para América era el hecho de que el Santo hubiese sido servidor del diablo antes de descubrir a Cristo. Tal antecedente, de apremiante interés para los europeos en los primeros siglos del Cristianismo había, en el siglo XVI, llegado a resultar meramente pintoresco. Pero el hecho recobró su inicial fuerza apologética en un México apenas salido de otro paganismo, en relación con aquellas grandes multitudes de convertidos de que nos habla Motolinía alrededor del año 1540: "Por de mañana que abren la puerta, ya los indios están esperando, porque como no tienen mucho que ataviarse ni que afeitarse, en esclareciendo tiran para la iglesia".

A pesar de su rudo estilo, el San Cristóbal de Santiago Tlatelolco no es contemporáneo de esos auténticos Juan Diegos. Aunque la capilla primitiva fue edificada alrededor de 1530, la iglesia actual sólo se terminó a principios del siglo siguiente: ésta es la fecha más antigua y al mismo tiempo la más probable para la ejecución de la imagen. Estilísticamente, aunque no físicamente, es posible que la pintura sea aun más antigua, en el sentido de que refleja alguna imagen de la misma devoción que se hallaba en la destruida capilla, lo cual explicaría una especie de agresividad militar que, en partes, se impone sobre el espíritu religioso y que es rasgo más propio de la generación de los conquistadores que del siglo XVII.

La gigantesca imagen, de unos ocho metros de alto, es un verdadero mural, pintado directamente sobre el encalado de la pared, como ocurre en Actopan y en Acolman. Desígnase popularmente tal medio como "al fresco", pero cabe dudar de que se trate del fresco buono de los italianos, ya que carece de las huellas de las sucesivas tareas cotidianas que son características de este último medio. Se trata más probablemente de fresco en seco, dejándose, primero, todo el aplanado sin pintar y, después, al pintarlo, mezclándose el pigmento con leche de cal. En ciertos casos, tal como el que nos ocupa, en los cuales se advierten tonos profundos e imposibles de obtener por ese procedimiento, trátase quizás de un sencillo destemple con cola. Solamente mediante un análisis químico puede resolverse este punto definitivamente.

La iconografía no se aparta de la tradicional. Cristóbal avanza a través de las aguas del río, ayudándose con un bastón, proporcionado a su tremendo tamaño, o sea, un árbol entero; viste la armadura de las legiones romanas, en las cuales militó como soldado. El Santo ha enrollado sus pantalones, semejantes a los calzoncillos de los indígenas, hasta por encima de las rodillas, a fin de no mojarlos al cruzar el agua, y se protege contra el frío nocturno envolviéndose en enorme manto. Ostenta al hombro al Divino Niño, cual pequeño colibrí sobre majestuosa encina. Vuelve con ruda ternura la hirsuta cabeza hacia su Divina Carga y se explica el sentido espiritual de la escena por medio del halo que se difunde por encima de la melena de Cristóbal y por los chorros de luz que se escapan de la cabeza del Niño. Hora nocturna y agreste paisaje nos son sugeridos por la gruta de rocas del ermitaño, único testigo humano del prodigio, por su linterna y, también, por la luna y la estrella solitaria, testigos celestiales reclinados sobre la almohada de una pequeña nube.

Tres estilos distintos se advierten superpuestos en este palimpsesto plástico. El más rudo y antiguo quizá constituya, como ya se ha dicho, recuerdo de una obra del siglo XVI, destruida cuando se echó abajo la iglesia primitiva, aunque también puede ser huella de un modelo gráfico de estampería popular del siglo anterior o simplemente atraso provinciano. Sea como fuere, nótase un desdibujo en las proporciones, muy grandes hacia la base y con una tendencia a reducirse y a hacerse más delgadas a medida que se sube hacia arriba. Las piernas, fuertes y nudosas como el mismo tronco de árbol que le sirve de bastón, afirman al Santo sobre una base tan sólida como la del vecino teocalli y la punta de la pirámide termina en las proporciones finísimas del Niño. Hay que añadir a esto el efecto de la perspectiva diagonal, de abajo para arriba, en que se mira de costumbre a la imagen y que exagera todavía más el tamaño de la base, a la vez que reduce la cumbre. Tal estilo, primitivo si se juzga en términos de un dibujo correcto, se relaciona con el arte de hoy, también afecto a deformaciones de este género para lograr resultados geométricos y de carácter arquitectónico.

El siguiente estrato estilístico lo constituyen los elementos renacentistas, los cuales, por tratarse de reflejos más bien que de cosas hondamente sentidas, tienen algo de cómico en su realización. La armadura se amolda estrechamente al torso en versión popular de preocupaciones científicas por la anatomía; también asoman los conocimientos arqueológicos algo teatrales de la época en los flecos de cuero que embellecen la cintura. Los pliegues de los dos manteles tienden a un contrapunto de curvas que se halla, en su plan, muy alejado de lo primitivo.

En lo que se refiere al tercer estrato, el más moderno, disponemos de un dato concreto. Hay cerca del Santo una inscripción contenida dentro de un cartucho algo amanerado que dice:

A expensas solicitadas y aplicadas por N.M.R.P.Fr. Manuel de Nájera, siendo Comisario General de esta Nueva España, se retocó esta imagen, se renovó y blanqueó toda esta iglesia por dentro y por fuera, y se donaron de nuevo el retablo mayor y los dos laterales de sus pilastras, año de 1763.

Aunque no lo asienta la inscripción, hay unas pinturas de carácter decorativo adentro de la iglesia que pueden considerarse hechas en ese mismo año. Consisten en una repetición de motivos florales, imitando un rico tejido, y no son más que fondos de nichos para la mejor presentación de estatuas hoy desaparecidas. Pero para nosotros resultan de interés por ser índices del gusto del siglo XVIII, tan distinto del que imperaba cuando se pintó el San Cristóbal. Esas gentes que gustaban de rosas y guirnaldas sin duda hubieran de encontrar sumamente fea y llena de crudeza a la antigua imagen y su criterio estético, de seguro, los habría inclinado a blanquear al Santo, incluyéndolo en lo "por dentro y por fuera" de la cita si sólo hubiese influido el factor artístico. El hecho es que no se llevó a cabo tal destrucción y es fácil deducir que ello se debió al factor religioso. El culto que a la "fea" imagen le rendían sus rústicos parroquianos la salvó de los destrozos de la gente "culta" y por tanto sólo "se retocó".

Ahora bien, ni en épocas en que impera una actitud científica se puede retocar una pintura antigua dentro del mismo espíritu en que se pintó. Al contrario, el retoque, conscientemente o no, es claro índice de los ideales artísticos que se persiguen en ese momento. El siglo XVIII ni siquiera pretendía oír ideas anticuadas, sino más bien tenía fe exclusiva en su propio tipo de belleza. En consecuencia, el pintor de 1763 casi dotó al Santo con una nueva piel, siendo sus esfuerzos aún más visibles en las dos cabezas, y especialmente en la del Santo Niño, ese niño tan bonito y tan gentil y a la vez tan incompatible con el plan original.

A los tres siglos, el XVI, el XVII y el XVIII, con los cuales se relaciona la imagen del San Cristóbal de Tlatelolco, hay que añadir otro más: el nuestro. En efecto, en pocas otras épocas se hubieran podido considerar como belleza su colosal tamaño, su fuerza casi bruta, sus proporciones nada académicas. Pero el Santo es hoy acreedor a nuestro especial cariño, puesto que lo vemos como precursor inconsciente de la escuela mural mexicana de la época actual.

 

Dos Cartas

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